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  • tintaytal
  • Aug 24, 2022
  • 3 min read

Viajo en enero, desde San Juan a ver a mi abuela en el hospital. Unas noches antes se puso mala y nos mandaron a llamar a todos. Dentro de unos días llegan mi hermana y mi novio. Es la primera vez que sale de tierras norteamericanas y viene a esta parte del Caribe. Pero nadie planea con ir a las playas o al acuario o al mercado. Antes solo venía a Curaçao para achicharrarme en sus cristalinas playas, comer queso, saté kum patatas y, hacer recetas con mis primas. Siento una mezcla de alegría por ver a papi y a mis tías y, de tristeza por tener que viajar, a las prisas, para ver a mi abuela, a quien más me parezco, en su lecho de muerte. Todos sentimos esa sensación de las últimas veces.


Ella no reconocía a nadie, pero cuando me vio tuvo un atisbo de sonrisa. Es tan tierna, pensé. Lo ha sido siempre: planchaba y doblaba mi ropa interior cuando vacacionaba en casa, se lanzaba a nadar ya anciana hasta las boyas y regresaba casi sin fatigarse y siempre, siempre olía a galletitas de canela con glaseado y alcoholado. Luego, me confundió

ree

con mi hermana, pero no me importó. Todos entrábamos y salíamos de aquella sala blanca con cuerpos en camillas. Las ventanas medias rotas y los abanicos enmohecidos. Me sorprende que no haya aire acondicionado en un hospital de una isla tan desértica, tan calurosa. Me consuelo con el pensamiento de que está frente al mar y la brisa marítima nos acaricia por momentos. No hay mucho que hacer, solo esperar.


Abuela Olga ya no abre los ojos, está como dormida, como se quedaba después de ver la novela de las tres en casa. Quiso hablar, todos rodeamos la camilla. Yo solo puedo mirar la piel de sus piernas escamada, terriblemente seca. Tardamos en entender lo que dijo; nosotras más porque habló en papiamento. Creo que no entendimos lo primero, pero sí que pide agua. “No puede tomar nada”, nos recuerda la enfermera. El ánimo de rebelarme a las normas ilógicas que me acompaña siempre me guió hasta el lavamanos; allí había un vaso con hielo. No puede tomar agua, pero hielo sí. Me acerco a mi abuela abriéndome paso entre las espaldas de mi familia y rocé, con un trozo de hielo, sus labios. Volvió a sonreír con el labio partido de resequedad. Con sus gestos lentos y casi sin abrir los ojos pidió más. Humecté su boca hielo a hielo. Busqué loción y masajeé sus piernas. Son como madera, su color, la rigidez era palpable. Esa misma rigidez invadió a mis tías, mi hermana y a papi. Permanecen inmóviles ante el gesto improvisado de la menor de todos. Recuerdo ver salir a mi tío y mi novio casi sin sonar los pasos, sospecho porque pensaron que era un momento privado. Poco a poco fue tomando brillo la piel de mi abuela, su boca adquirió movimiento sin que pareciera doloroso. Y de sus ojos cerrados salió una lágrima. Mi hermana comenzó a cantarle al oído, pacífica y amorosa. El ambiente cargado de una nube gris fue tomando luz. Yo salí, porque sentía que me iba a caer a pedazos en el piso. De camino al pasillo abierto miraba mis manos temblorosas, aceitadas tan parecidas a las de ellas. El firme abrazo de mi novio intentó apoyar mi valentía y, frente a su pecho, cierro los ojos. Esa fue la última vez que la vi.


Abuela Olga murió en abril; en la tierra seca.


 
 
 
  • tintaytal
  • Jul 18, 2022
  • 3 min read

Recuerdo a mi prima protestar porque yo no jugaba con las barbies y solo las peinaba.

Recuerdo la primera vez que vi una pistola, en el tobillo de mi tío exagente. Me agaché al piso a ver si podía tocarla sin que él se diera cuenta.

Recuerdo que en los viajes largos en carro planificaba qué haría si me abandonaban frente algún supermercado como a Punky Brewster.

Recuerdo la risa incontrolable de mi mamá y yo corriendo bajo la lluvia.

Recuerdo las meriendas de las tres: chocolate caliente con pan y queso derretido.

Recuerdo pensar que en el 2000 se acabaría el mundo. Estaba en Argentina y me inquietaba que nadie le prestara atención al suceso aquel 31 de diciembre.

Recuerdo haber escuchado algo en la radio sobre la explosión de las torres gemelas en NY y todos pensar que era broma. Recuerdo mirar incrédulos y en silencio las imágenes del atentado del 911.


Recuerdo la protección que sentía si mi papá me llevaba de las manos.

Recuerdo el sudor en mis manos agarrando un chocolate robado en una farmacia. Recuerdo que mi mamá hizo que volviera a la tienda a devolverlo y pedir perdón.

Recuerdo haber robado otros dulces después.

Recuerdo las manos con olor a recao, color tierra y artríticas de mi abuela cuando me trenzaba.

Recuerdo las manos gruesas y ásperas de mi maestro de escultura explicándonos cómo tallar yeso y madera.

Recuerdo la sensación perfecta e irrepetible cuando mi novio me agarraba las manos.

Recuerdo pensar que la nueva novia de mi exnovio tenía las manos más bonitas.

Recuerdo la emoción de aquel novio al recibir en sus manos libros; en particular, el de Rilke

Recuerdo las manos de mami muy agarradas a la puerta del carro cuando empecé a manejar.

Recuerdo la mano de un viejo sentado al lado mío sobre mi muslo en el cine. Grité y di un brinco tan fuerte que pararon la película.

Recuerdo en el cine agarrar todo el popcorn que pudiese en las manos y meterlo en mi boca. Mi esposo me dijo después que lo enamoró ese grotesco detalle.

Recuerdo la excitación por las películas independientes que veía cuando estudiaba idiomas. Recuerdo mirar a Calin cuando una escena es muy cruel o oscura.


Recuerdo escribir cartas para todo desde pequeña. Le escribí a Santa Claus que de regalo me dejaran afeitarme las piernas. A mi mamá le escribí que ya era grande para lavarme el pelo sola sin desperdiciar agua o shampú.

Recuerdo escribir cartas a mano, considerarlas magistrales, pero nunca entregarlas.


Recuerdo que Francine me decía que yo era adoptada y que mis papás no se atrevían a decirme.

Recuerdo buscar a gritos a Chipu, mi perro de la infancia perdido el día del huracán y no encontrarlo.

Recuerdo oír aullar el viento huracanado, por horas, la noche oscura, eterna, con miedo y los ojos bien abiertos sin ver nada.

Recuerdo no reconocer algunos lugares comunes de la isla por la devastación del huracán del 2017.

Recuerdo mirar el reloj siempre a las 12:34.

Recuerdo ser muy feliz los primeros meses de la pandemia.

Recuerdo disfrutar nadar bajo el agua aguantando la respiración lo más posible.

Recuerdo el sol azotando mi piel en verano hasta dormirme del calor en la playa.


Recuerdo a mi primo Luiggi, recién llegado a PR un octubre. Era su primera celebración de Halloween, le compraron un disfraz de Snoppy. Lloró sin consuelo porque no ganó el concurso de disfraces.

Recuerdo cuando llegó Lucía de Argentina y quería que yo bebiera del galón de leche como en las películas de Hollywood.

Recuerdo a Claudio en el bus de Buenos Aires a Mendoza. Yo leía un libro sobre las virtudes femeninas y él me comentó algo. Hablamos y nos besamos toda la noche.

Recuerdo reírme a carcajadas mientras dormía en Buenos Aires y que la risa me despertaba.

Recuerdo la pizza de la séptima avenida en New York.

Recuerdo haber querido ser azafata.

Recuerdo la primera vez que mi hermana y yo viajamos solas. Una azafata nos llevaba a todos lados, nos regaló manzanas y unas figuritas de avión.

Recuerdo a mi mamá aguantando las ganas de llorar cuando me fui a estudiar por primera vez al extranjero.

Recuerdo el nerviosismo antes de salir al escenario a hacer mimo.

Recuerdo la libertad y la euforia en las clases de salsa.

Recuerdo la sensación de sentirme extranjera adentro y afuera.

 
 
 
  • tintaytal
  • May 25, 2021
  • 2 min read

Updated: Sep 1, 2021

Arropados, desnudos, un poco excitados, pero el cansancio no nos deja ni movernos. Hay un intento de un abrazo.

No hay más luz que la de la Luna cuando se filtra por la ventana y está llena. No hay palabras más que las de nuestros cuerpos en proximidad. Te beso, dejo mis labios cerquita de tu piel. Te aspiro. Tu pierna entrelaza la mía.

Esta proximidad,

este deseo de ser juntos me hace sentir que tus brazos,

en tu abrazo, son hogar amplio.

Tus manos, que son para mí tan prodigiosas,

se acoplan con tanta fluidez a las mías, me encajan,

me dan vuelo y alas; me amarran.


Y dormimos algunas horas, despertamos a algún ruido nocturno.

Aún no estamos habituados a dormir juntos nos parece vertiginoso,

inestable, pero tan necesario.


El final de un largo viaje.


Logro ver el brillo de tus ojos destilando deseo.

Nos amamos con furia de fieras y, a ratos, con la ternura de cachorro.

En el candor de la danza, jaleo. Hay más calma.

Respiramos ahora el aire a bocanadas que no nos fue concedido por años.

Volvemos a amarnos ahora por si pasa algo después y no podemos.

No sé cuánto tiempo ha pasado. No puedo medir la intensidad de lo que siento. Quiero despertar y que estés, quiero volver a dormir cayendo en ti. Y tú en mí.

Bebernos hasta el embriague, bailar dentro de ti y tú dentro de mí. Eres como un hogar sin portones, eres mi jungla urbana de la que cuido y me alimento.

¡En la mañana es tan lindo verte despertar! A veces te espero despierta y te miro. En tu entrecejo se dibujan actos que con intriga ignoro.

Querer dormir y amar despiertos. Otra vez y seguir queriendo. Esto es el amor. Mañana, si hay mañana, lo sabremos.

 
 
 

© 2021 Tayra A. Wallé Rosado

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